Parece que llegamos tarde a este pequeño homenaje que debió haberse producido hace algunas semanas. Tarde, como puede que algunos de nosotros llegáramos a la lectura de sus obras. Su personalidad, su marcada ideología y esa voz tan característica que la hacía única podía alejar a aquellos que se inclinaran más hacia el otro lado de la balanza. Sin embargo, si pese a todo eso te adentrabas en alguna de sus historias, era imposible que no acabaras seducido por su ambiente, su misterio, sus personajes. Conseguía atraparte desde la primera página y te sonsacaba una sonrisa cuando alcanzabas el nivel almudaniano en conocimiento de su técnica. Sabías que te dejaba en vilo unas cincuenta páginas para presentarte a otro protagonista, otro barrio, otra época… Y sabías también que volvería, que no te dejaría sin respuestas. Esa sensación de sé que volverás se nos fue el pasado 27 de noviembre.
Sus lectores ya conocían desde hacía algunos meses que no pasaba por su mejor momento. Su ausencia en la Feria del Libro, primero, y la explicación en su columna de El País, después, aclaraban algunas dudas acerca de su estado de salud. Desconocían, eso sí, la gravedad del asunto. La creían recuperada y eterna.
Nos faltarán los últimos episodios de su Guerra Interminable, sus columnas quincenales, sus intervenciones radiofónicas, pero nos deja una gran biblioteca con títulos imprescindibles: El corazón helado, Las tres bodas de Manolita, Inés y la alegría, Malena es un nombre de tango… Entre todos los obituarios que se han escrito sobre ella las últimas semanas, Santiago Gamboa, escritor colombiano, indicaba hace unos días, también en El País, que tras el éxito de Las edades de Lulú la autora tuvo que escoger entre “ser famosa o ser escritora”. Escogió la escritura. Gracias.
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