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DOÑA EMILIA PARDO BAZÁN O DE CÓMO LA TERNURA SE INFILTRÓ EN EL NATURALISMO

 

   En los institutos Pedro Jiménez Montoya de Baza y Acci de Guadix se ha puesto este curso en marcha el club de lectura de la mano de María Montes y Pepe Cabrera y ellos son los responsables de haber seleccionado la autora, Emilia Pardo Bazán. A continuación veremos algunas pistas que nos ayuden a entender algo más su contexto literario, y que declaró ella misma a sus lectores en el prólogo de una de sus colecciones de cuentos, que terminaron por ser más de seiscientos a lo largo de la trayectoria vital de la autora.


    Pardo Bazán pasa por ser la mayor figura del naturalismo en España. Según la RAE, el naturalismo literario es una corriente del siglo XIX que intensifica los caracteres del realismo inspirándose en la ciencia experimental y en la concepción determinista de las actitudes humanas. Yendo algo más lejos de esta sucinta definición, trata de reflejar de manera objetiva las descripciones más crudas y desagradables de la realidad, en cuyo fondo la libertad humana no aparece, porque es radicalmente negada.

    Doña Emilia es nuestra gran “naturalista”. Puso al servicio de esta forma de describir la realidad humana toda su sensibilidad e inteligencia únicas, logrando una obra de rara belleza, donde se emplazan una descripción precisa de la realidad, y una elegancia de realización improbable dentro de la crudeza que se autoexigía en sus descripciones. Pero lo que más llama la atención es su compasión por los personajes que recrea - hasta el más realista de los estilos no deja de ser una “recreación” de lo real- la que siempre se percibe como la tonalidad dominante en su obra.

   El exquisito guiso resultante lleva la ironía en las descripciones a niveles inigualables – porque ama y compadece a sus personajes, los trata con humor - y los envuelve en una sensible y constante ternura en sus miserias, sin ceder en el realismo de sus descripciones. Esta proeza quizá solo sea realizable por una mujer, pero no por cualquier mujer, sino una mujer con alma gallega e indudable talento. Imposible parece para el resto de los mortales, incluso si son genios literarios, cuadrar el círculo de esta forma.

   El otro gran naturalista hispano (en este caso solo a medias), el varón de las letras autoapodado “Clarín”, mantiene una prosa seca, brillante e inmisericorde, nada parece esperar del género humano, y menos aún de los “vetustos” españoles, incluso con aquellos personajes que podrían llevarnos a compasión, como Anita Ozores. La ironía que asoma en don Leopoldo es afilada, bella en su oscuridad, en su sequedad y en su pesimismo determinista. Es también muy propia de un árido varón castellano, zamorano por más señas.

   Veamos como nuestra autora explica al público su manera de narrar en el Prólogo a La dama joven y otros cuentos, donde podemos considerar que abjura de la filosofía naturalista, aunque no de su estilo. Comienza reclamando la descripción de la realidad tal y como se nos presenta, sin interferencias del creador:

        Juzgo imperdonable artificio en los escritores, alterar o corregir las formas de la oración popular, entre las cuales y la idea que las dicta ha de existir sin remedio el nexo o vínculo misterioso que enlaza a todo mi pensamiento con su expresión hablada. [...]No es imposible que debajo de estas sedas y joyas retóricas que neciamente estimamos, perezca ahogada una hermosura superior, invisible por culpa de tanto adorno.

      Respeto a la realidad por encima de todo, no moverse ni un centímetro de lo que realmente sucede: esta parece su divisa. Pero en otro párrafo añade a ese “afán de realidad” -por cierto, que es como Ortega y Gasset definía el amor- la ternura simultánea a sus personajes, es decir, al género humano, tanto como para vislumbrar alguna esperanza en ellos. Es decir, los ama como son, no limita su conclusión a lo que aparece. Sigue diciendo en el mismo prólogo:

      Mi inteligencia curiosa, ávida de abarcarlo todo, limitada en su afán por la imposibilidad práctica de conseguir nada de provecho en ciencias que reclaman la vida entera del que aspira a profundizarlas, ha intentado jugar con el martillo del geólogo, el compás del astrónomo y el soplete del químico, y los ha soltado con desaliento, como suelta el niño un arma grave, convenciéndose de que le faltan fuerzas, no ya para manejarla, sino para empeñarla un minuto. La gran poesía de la ciencia positiva la siento yo allá en serenas regiones intelectuales, a semejanza de los que sin saber latín perciben armonía maravillosa en los versos de Virgilio...

     Podemos imaginarnos al patriarca del naturalismo, Zola, torciendo el gesto ante esta muestra de modernismo imperdonable. Doña Emilia usa el naturalismo como vehículo, pero su espíritu y filosofía vagan por otras dimensiones ajenas a lo natural, inmersas sin reservas en lo humano. La unidimensionalidad del positivismo se torna en ella tan solo en punto de partida para conectar con una realidad más pura y libre que transciende lo natural ¿Dónde se ha visto que un escritor naturalista vaya a buscar en los mundos etéreos de lo intelectual y lo espiritual su razón de ser y que en su reclamo de ternura al lector suscite en éste la compasión y la esperanza en el ser humano con tanta constancia?

     En este prólogo, ella misma reivindica para sí un naturalismo propio, a lo Pardo Bazán podríamos decir, que solo es capaz de realizar un genio artístico como el suyo:

     En estos párrafos de introducción he rehuido hasta nombrar el naturalismo. […] Presiento y adivino lo que de este libro dirán críticos y lectores: que hay en él páginas acentuadamente naturalistas al lado de otras saturadas de idealismo romántico. Yo sé que todas son verdad, con la diferencia de darse en la esfera práctica, que llamamos los hechos, o en otra no menos real, la del alma. Vida es la vida orgánica, y también la psíquica, y tan cierta la impresión que me produce un Nazareno o una Virgen, como los crudos detalles de La Tribuna o las rusticidades de Bucólica. Reclamo todo para el arte, pido que no se desmiembre su vasto reino, que no se mutile su cuerpo sagrado, que sea lícito pintar la materia, el espíritu, la tierra y el cielo.

     Disfrutemos, en fin, de esta mirada irrepetible sobre lo humano a través de sus cuentos al recordar este año el centenario de su muerte.

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